sábado, 16 de mayo de 2009

Hasta pronto, Antonio


Me enteré de la muerte de Antonio Vega por culpa de Agustín, un amigo de esos que nunca se irán aunque se vayan para no volver y con el que fui a verle tocar hace cinco meses, pero también gracias a él porque agradecí que me lo dijese.

Al instante, mi corazón se deshizo en tres mil gotas de sangre que salpicaron mi interior como sólo se salpica por culpa de un disparo a bocajarro. Me deshice en quejidos frágiles y seguro que sensibles.

Y aquí estoy, escribiendo con estilográfica y personal caligrafía, in memoriam y a falta de pluma de ave, sabiendo que mañana lo convertiré todo en un impersonal times-new-roman golpeando las teclas del ordenador como si fuese una máquina de escribir de cincuenta y un años de edad, con la cinta bicolor y con ese olor que proporciona la fusión de diferentes sudores digitales, la compañía de innumerables elepés de desván y los jugos gástricos de sus propias entrañas.

Dicen que el dolor nos da las palabras necesarias, pero no las encuentro.

Posiblemente sea mejor permanecer en silencio.

No quiero hablar como los columnistas que escriben, en la mayoría de los casos, porque para ello les pagan y lo hacen tirando de wikipedia sin haber escuchado ni entendido nada de lo que ha sido y nunca dejará de ser Antonio.

No quiero sentirme cómplice de los lameculos que le dieron la espalda y ahora hacen bulto a base de telegramas de condolencia. No.

No quiero ser uno más refugiándome en fechas de nacimiento, en la enumeración de los discos editados, en las titulaciones en negrita de dos o tres canciones por ser las que más venden, en las marrullerías de la sgae (con minúscula) capaces de cobrar un canon por visitar la capilla ardiente de Antonio, en la auto-medalla de Joan Bibiloni cuando afirma que hizo grandes canciones pero no grandes discos salvo Anatomía de una ola por el mero hecho de haberlo producido él, en el malditismo fomentado por las discográficas a base de reediciones y recopilatorios mientras se frotan las manos con jabón lagarto pero cosen bien los bolsillos con pespunte de oro cínico, en las frases hechas de chico solitario y superviviente de mil batallas.

No quiero participar de toda esa basura porque, Señores, ha muerto Don Antonio Vega y no un soplapenes. No ha muerto un Ramoncín, ni un Risto, ni un Quico Alsedo, ni un Pequeño Wyoming. No.

No ha muerto un barriobajero de polla frita, ni un fraude mediático, ni un vulgar mierdas, ni un zafio.

Prefiero el silencio y pensar mientras miro por la ventana.

La quietud hincha el sordo rumor del viento. No hay ruidos a mi alrededor, pero de los árboles que se desparraman hacia lo lejos llegan los acordes mudos de la naturaleza y percibo en la orquestación de ese silencio la gorda mezcolanza de gemidos con que aúlla mi vida, sin sentirla, alargando los minutos. Me anima la esperanza de que el otoño pegue saltos entre el sol incendiado del verano.

Pienso si arriar banderas a media asta pero no las quiero.Pienso si vestir de luto para expresar formalmente el sentimiento de pena y duelo pero no lo veo claro.Pienso si disparar una cantidad infinita de salvas y en entonar un toque de silencio con un yunque de herrero en vez de cornetas.Pienso si cantar una marcha a modo de saeta mientras acompaño al cortejo hasta la inhumación de los restos de Antonio en su última morada.Pienso si desfilar con el alma a la funerala, con el corazón hacia abajo en señal de pesar por su pérdida.

No. Prefiero el silencio y si se tiene que romper que lo rompan las canciones de Antonio hasta vencer la soledad, soleando a solas mientras soleo y alargando las horas.

Se evaporan las formas vagas en el humo del cigarro que acabo de encender, como notas que nadie puede oír, y escribo mientras las lágrimas se convierten en mocos pegados a mis mejillas que se deslizan con dificultad en misterioso zigzag hasta convertirse en charcos coagulados por culpa de la noticia de su muerte. Siento la caricia de la lija y sé que la alfombra se mantiene unida por la humedad rancia que actúa a modo de pegamento y por el sentimiento de tristeza que la invade. Sigo en silencio la respiración de Antonio y me doy cuenta de que si la respiración provoca eco es porque la soledad sobrevuela el penúltimo cadáver.

Si un mayo cualquiera nacieron Sigmund Freud, Salvador Dalí y John Fitzgerald Kennedy será porque un mayo cualquiera murieron Leonardo da Vinci, Nicolás Copérnico y Antonio Vega.

No creo en la gente que muere sin preguntarse alguna vez en vida cómo le gustaría morir porque lo que realmente les aterroriza es el hecho de morir, no de cómo se muera. Aunque les garantizasen morir cómo y cuándo desean, viven con miedo.

A Antonio no creo que le inquietase la muerte porque el mayor éxito en la vida es saber cómo vas a morir y él murió como debe ser: Tomó el sendero sabiendo que se alejaba para no volver.

Prefiero quedarme en silencio, peinando trigo, y ahora tú, no dejes de hablar. Hasta pronto, Antonio.

viernes, 1 de mayo de 2009

Antonio Vega en Abraxas


El 26 de diciembre de 2008, en un local de Mallorca de cuyo nombre me gustaría no acordarme, tocó Antonio Vega rodeado de tres malas compañías: una guitarra que no era la adecuada, un teclado que sonaba como sólo se suena en los hoteles de media estrella y una decoración de horribles guirnaldas made in china propia de Belén Esteban.

Le habré visto tocar en directo más de diez veces pero menos de doce. Me lo tengo imaginado tocando en el Rick´s Café Americain de Casablanca, en el Royal Albert Hall de Londres o en cualquier otro garito que por serlo se supone perfumado con eau de feelings, pero nunca en un establo rodeado de bueyes, mulas y estiércol. ¿Será porque se había anunciado como concierto de navidad?

Si Dylan tuviese que tocar en las mismas condiciones se parecería más a un Bobo que a Bob y Waits se llamaría Tomto en vez de Tom. Menos mal que éramos muchos los nostálgicos que estábamos allí para adorarle y llevarle oro, incienso y mirra.

La primera sensación que tuve al entrar en la sala fue una mezcla de angustia y asco, probablemente por culpa del olor a vaselina de gogós, al momento tuve la segunda, tristeza, porque el ambiente que proporcionaba la sala con su patética decoración era el más propicio para que en cualquier momento entrase Bustamante a pedir una copa, o Bisbal, o Pitingo, o Xoel, o Zac Efron o algún bicho similar.

(Hace muy poco leí que si un padre no sabía que era eso de High School Musical era porque, una de dos: habla poco con su hijo o éste habla poco con aquél. A lo mejor es porque los dos procuran no hablar de gilipolleces)

Cuando Antonio apareció en escena y encendió un cigarrillo, al instante me di cuenta de que en la atmósfera empezaba a flotar un humo que parecía inmortal y dibujaba formas de aura, con una luminosidad azulada. Formaba nubes de un gris que vaticinaban lluvias; las cristaleras con vistas al Paseo Marítimo producían un viento que las movía y la respiración de Antonio provocaba remolinos mientras su cuerpo desprendía un sudor con olor a incienso que ascendía hasta el techo en forma de vapor de agua: La sala tenía su propia troposfera. Bienvenido a la creación, a la quietud y al lento contemplar.

Luchando por la primera fila tiré sin querer un vaso de tubo que, por ser de cristal, sonó como un trueno al impactar con el suelo y se me cayó el pitillo que, por culpa de estar encendido, lanzaba chispas eléctricas durante su caída con una intensidad que parecían rayos. Yo me sobrecogí ante mi fantasía meteorológica y solté un par de joderes, hostias y me cagos en la puta por el desastre. Sonaba una décima de segundo y miré el ángulo formado por él y por mí.

Al final de la homilía sentí que las luces daban la vida sin ser Dios y tuve la enésima oportunidad de saludar a Antonio en un cuartucho del tamaño de un WC de PVC portátil. Los de la ceja aun estarían calculando cuántas veces le había visto mientras yo me despedía con un abrazo de esos que sólo se dan con el alma, de esos que no entienden de idiomas. Lo dan en silencio pero son verdaderos y duraderos, en el tiempo y el espacio, porque el corazón cuando late se escucha a modo de sexta cuerda y se lee en braille gracias a los signos en relieve que dejan sus latidos. Me fui deambulando por las aceras, tropezando con las ideas, sabiendo que soy de donde piso y leyendo su dedicatoria: una vez más nos encontramos en el camino. Hasta pronto. Tu amigo, Antonio Vega.